En el hospital Sommer, en General Rodríguez, se tratan unas
500 personas.
"¡Uff!, ya ni me acuerdo desde hace cuánto estoy
acá", dice Modesta Verón. Luego de unos segundos de silencio, acota con
una voz apenas audible: "Es como si hubiese nacido en este lugar".
El pasado duele. Hay marcas que se llevan en el cuerpo y
nunca se irán. Pero también hay de las otras, las del alma, que no se ven.
"No fue sencilla la vida para nosotros. Sufrimos mucho. Pero, como en un
sueño, uno pierde la memoria", confiesa. Modesta toma mate sentada en una
cama del pabellón nueve del Hospital Nacional Baldomero Sommer, ubicado en
General Rodríguez, a 25 kilómetros de Luján. A simple vista, el hospital y sus
alrededores parecerían un pueblo chico -con sus casas bajas, sus quioscos, la
iglesia, el cementerio- si no fuera por el movimiento constante de los médicos
y las secuelas que dejó la lepra. Construido en 1941 como sanatorio-colonia, en
realidad, tenía otra misión: aislar a los enfermos. Hoy, es el último de su
tipo en la Argentina, aunque desde 1993 también se tratan otras enfermedades.
En sus comienzos se dividía en dos zonas: la A, de
"sanos", y la B, de "enfermos". Hasta allí llegaban
pacientes por su propia voluntad o por la fuerza cuando aún estaba vigente la
ley Aberastury, que disponía el aislamiento hospitalario obligatorio y la
prohibición de casarse entre los enfermos.
Presos de la enfermedad
Modesta llegó desde Paraguay por primera vez al Sommer en
1954. En los primeros años no le permitieron salir. Un alambre perimetral y
guardias aseguraban que así fuera. Entonces, se pensaba que el mal de Hansen
-se lo llama así por quien descubrió el bacilo que produce la enfermedad- era
extremadamente contagioso.
Sin embargo, se comprobó mucho tiempo después que las
posibilidades de contraerlo son pocas, que es curable y que afecta
principalmente la piel y los nervios periféricos. Se transmite, de hecho, sólo
entre un enfermo no tratado con posibilidad de transmitir y una persona
susceptible de contraerla, por contacto directo y prolongado, entre ellos, de
tres a cinco años. Según el Ministerio de Salud de la Nación, el 80% de la
población posee defensas naturales contra la lepra y sólo la mitad de los
enfermos no tratados pueden contagiarla.
La lepra no ha sido erradicada y en la Argentina hay entre
300 y 400 casos nuevos por año. El tratamiento es ambulatorio e incluye el uso
de antibióticos, antiinflamatorios y el cuidado de las secuelas. La medicación
es entregada en forma gratuita por el Programa Nacional de Lucha contra la
Lepra.
Sin posibilidad de salir al exterior, salvando contadas
excepciones, casi todos los pacientes, como Modesta, conocieron a sus parejas
aquí y se casaron en la iglesia del hospital. Con su marido, que murió hace 14
años, tuvieron tres hijos. Cuando nacieron, según las normas de entonces, les
impidieron que estuvieran en contacto con ellos y fueron trasladados a la
colonia Mi Esperanza, en el conurbano bonaerense, donde estuvieron hasta la
adolescencia.
"En el verano los traían. Podíamos hablar a través del
parlatorio, pero no se nos permitía ningún tipo de contacto. Era como una
cárcel, cuando alguien visita a un detenido. A los chicos les costó adaptarse a
nosotros. Incluso nos recriminaron haberlos dejado en la colonia sin saber que
nunca tuvimos opción", dice.
Nélida Fernández nació en el Sommer y se crió hasta los dos
años en la colonia, cuando a sus padres les dieron el alta y pudieron buscarla.
Tenía dos hermanas más grandes en el mismo lugar que no sabían de su
existencia. "No pude sentir el amor de mis padres. Me arrancaron de los
brazos de mi mamá, y aunque pasé el mayor tiempo posible con ellos nunca pude
disfrutar de una relación normal. Ellos sentían nuestro rechazo. No tuvieron la
culpa, pero no lograron superarlo", dice. A los 12 años, Nélida contrajo
la enfermedad, fue tratada en el hospital y, pese a que le dieron el alta,
trabaja allí como empleada doméstica.
La mirada del otro
El promedio de edad en el Sommer supera los 70 años. Son
hombres y mujeres que vivieron toda su vida acá. De acuerdo con los registros,
hay 240 pacientes permanentes más su grupo familiar, aunque se calcula que al
sumar los ambulantes son un total de 500. Están curados, pero les han quedado
las marcas sufridas por la enfermedad.
Todos los que padecieron la lepra sufrieron en algún momento
el miedo a la discriminación. Eran marginados, perdían sus bienes cuando eran
internados compulsivamente y en esa época no podían volver a trabajar. Muchos
de ellos rehicieron sus vidas y se afincaron en las tierras del hospital que el
Estado les otorgó, y construyeron, con esfuerzo, sus viviendas.
Antonio Cárdenas vive en Santa Madre de la Cruz, uno de los
cuatro barrios distribuidos dentro de las 274 hectáreas que tiene el predio.
Los otros tres son el Sommer, el San Martín y el Padre Ernau. "Tuve cuatro
hijos. Una vez alguien me preguntó por qué los tenía si sabía que no podía
criarlos. Le respondí que era lo único que sentía mío", cuenta.
Los pacientes del Sommer no pagan luz, agua ni gas y reciben
en forma gratuita provisiones. Gracias a un reclamo elevado por la Asociación
de Internos en 1946, a cambio de su trabajo en tareas administrativas, de
limpieza o de ayuda en el sector de enfermería, reciben un sueldo.
"Se lo llama también laborterapia. Antes nadie quería
venir a trabajar al hospital por miedo al contagio, entonces los propios
pacientes se las arreglaron. Trabajan y se jubilan acá. El pago que reciben
depende de la cantidad de horas de prestación que realicen", explica el
doctor Carlos Benedetti, interventor del hospital, quien asumió el cargo hace
cuatro meses y medio.
Fuente: La Nación